De Christopher Nolan, director inglés fogueado en el cine
comercial norteamericano con tres conocidos títulos de la serie Batman, y que
últimamente sacudió el panorama cinematográfico con 2 filmes inscritos en una
variante de la ciencia ficción más de autor –Origen (Inception, 2010) e
Interstellar (2014)-, nos llega su décimo largometraje, Dunkerke (Dunkirk),
filme de género bélico que recrea un capítulo de la última Guerra Mundial,
cuando las tropas alemanas que extienden su supremacía por el continente
europeo, en plena efervescencia de éxitos militares, provocan que el ejército
aliado se bata en agónica retirada hasta las playas del norte francés frente a
territorio británico y lo que allí aconteció en esa localidad homónima.
La película está estructurada y dividida en 3 ejes o
escenarios que son también las secuencias que se su suceden, mezclan,
revuelven, rebobinan e, incluso, coinciden en determinados momentos, como una baraja
de cartas y es Nolan ese avezado crupier quien las corta y lanza sobre el
tapete en un aparente juego sin ton ni son pero que resulta una partida mágica
dirigida por un sabio prestidigitador. De hecho, aparecen apuntadas ya desde
los primeros minutos del metraje: 1) la playa, la de Dunkerke, Francia, a la
que llega un solitario soldado inglés que huye del encarnizado fuego alemán; el
acto, defecar, que protagoniza allí cuando la cámara se posa en él con cierto
detalle, no es baladí; 2) el mar, con las pequeñas embarcaciones civiles inspeccionadas
por el ejército en puerto inglés antes de partir al rescate de sus compatriotas
aislados; 3) el aire, surcado por un escuadrón de 3 cazas británicos Spitfire que acuden a apoyar la defensa
de las posiciones aliadas. Y la trama avanza como una suerte de maravilloso
ingenio de relojería, movido por la fricción de estos 3 engranajes -tierra, mar
y aire-, perfectamente engrasados, que van a ir sucediéndose de forma aparentemente
arrítmica en los primeros compases del metraje pero engarzados cual reloj, que
se adelanta o retrasa se a su gusto, pero que fuera capaz de darnos siempre la
hora deseada en un prodigio de narratividad urdida y ensamblada en la sala de montaje,
obra de Lee Smith, colaborador habitual de Nolan, y montador de entre muchas,
otras de Peter Weir como El show de Truman (The Truman Show, 1998) y Master and
Commander (2003), verdadero protagonista de la función como también lo es la
omnipresente y turbadora banda sonora compuesta por Hans Zimmer, otro de los
baluartes que soporta firmemente el filme, que incluye ese inmisericorde perpetuo
“tictac” que solo en muy pocas ocasiones se detiene para luego volver a puntear
constantemente la partitura de la película.
Así pues, las peripecias o más bien desventuras de una
pareja de soldados que se busca la vida, como auténticos pícaros del frente, para
huir de la maldita playa, que primero se hacen pasar por camilleros para
conseguir embarcar en el buque que les saque de la playa asediada, que les
echan, que consiguen llegar a otro buque que luego será torpedeado y vuelta a
la playa como funesto destino para luego unirse a un escuadrón, conseguir meterse
en un barco varado en tierra que logrará salir de la playa no sin antes servir
de diana al acechante ejército alemán, que, por tanto, va a terminar
naufragando, hasta ser rescatados por una de las barcazas civiles, pasando por
varias situaciones límite como es ese magnífico detalle de guión que mientras
ellos se encuentran refugiados y escondidos entre el maderamen del espigón tras
ser hundido el barco del que acaban de echarles asisten de manera involuntaria
a una reunión del alto mando donde las fuerzas vivas de la infantería y la
marina (de nuevo, tierra, mar, …), con un notable y flemático Kenneth Branagh, les
hacen partícipes involuntarios de la delicada
situación del ejército aliado, y del negro futuro que se cierne sobre la
cercana Inglaterra en ese momento de la contienda mundial. Seguramente los
jóvenes no sepan traducir las claves políticas y estratégicas que se dirimen en
esa conversación, si bien aciertan a pensar que no presagian nada bueno. También
el episodio de los escapistas soldados tiene su pasaje, digamos en clave ética,
cuando mientras permanecen escondidos en el barco varado sufriendo el tiroteo alemán,
la mayoría del regimiento invita a que uno de nuestros jóvenes protagonistas salte
al mar para soltar lastre y el barco consiga navegar, injusto pago al soldado
que les salvó anteriormente de perecer ahogados en la bodega del destructor torpedeado,
triste saldo de la injusta balanza de la supervivencia.
En el otro pasaje, el de los civiles ingleses, un padre
(excelente Mark Rylance), su hijo y su amigo, ambos
adolescentes, embarcan desde el cercano puerto inglés para responder al
llamamiento patriótico del salvamento de sus compatriotas sitiados al otro lado
del Canal. Si bien alejados del conflicto bélico, también ellos han sufrido en
carne propia la guerra tal como luego se verá. En un momento de la trama, un
triste percance ocurrido a uno de los jóvenes de la tripulación del barco
rescatador, les obliga a enfrentarse a la oportunidad de claudicar y retornar a
puerto pero, aunque como luego se dirá en otra escena, “somos un objetivo
pequeño para ellos”, su grandiosa disposición les permitirá conseguir un nada
pequeño rescate de vidas y el orgullo de haber participado en esa empresa
global de múltiples ayudas anónimas que logran el objetivo común de salvar al
ejército inglés para el resto de la contienda.
La película parece clamar a gritos que frente a la deshonra
de la claudicación general que supone batirse en retirada, permanecen los
pequeños pero significativos actos individuales que evitan el desastre.
El tercer acto es la misión cuasi suicida de 3 cazas
británicos, que partiendo de lejana base y con un combustible limitado para la
pretensión de apoyar dignamente desde el aire el rescate de los aliados de los
embates de los más numerosos aparatos alemanes, se verán pronto reducidos a dos
tras el primer duelo aéreo, y luego a un único avión superviviente tras
resultar tocado y tener que amerizar el segundo piloto, el dilema que vive el
tercer piloto de parecido calado al del grupo de rescate civil, que aun a
sabiendas de que no tendrá suficiente combustible como para regresar, cumple el
objetivo de defender hasta las últimas consecuencias primero en alta mar a las
embarcaciones que acuden al auxilio de las tropas en Dunkerque, y, luego, al
llegar a la playa, conseguir derribar, como un último aliento, al caza alemán
que hostiga el rescate de las tropas en la playa. El piloto heroico, casi olvidándose
del siniestro final al que le va a arrojar el ya balbuciente motor de su avión,
contempla desde su (¿privilegiada?) tribuna aérea, en el tramo final de su
llegada a la playa, el desenlace de la situación, en una de las secuencias, y
son unas cuantas, más hipnóticas y epatantes de la función. Por tanto, ese
tramo final de su vuelo, primero ovacionado por las tropas, tras haberles
librado de esa última amenaza personificada en el asesino vuelo del Stuka alemán, y luego mientras
sobrevuela la playa, ya con el motor inerte y su hélice parada, es una de la
escenas más bellas de la película, como un ángel que tras salvar al mundo baja
a descansar a la costa que ahora sí permanece solitaria y evocadora. Será apresado
por los soldados alemanes que irrumpen
en la playa, primera y última vez que veremos al cruel enemigo, tan solo una
sombra en escorzo, y prevemos que irá a parar, triunfante, a un campo de
prisioneros alemán como en ese otro título épico del género, La gran evasión (The
great escape, John Sturges, 1963).
Mientras Corazones de acero (Fury, 2014) y Hasta el último
hombre (Hacksaw Ridge, 2016), las más que dignas y brillantes aportaciones
contemporáneas al subgénero de la última gran contienda mundial, se inscriben
más claramente en el relato de hazañas bélicas, con detalles más pulp y abigarrados, por no decir una más
que visible carga gore, esta Dunkerque,
en cambio, goza de un acabado más estándar, pulcro y épico, que la convierte en
un clásico instantáneo y la encumbrará al olimpo de los títulos señeros del
género junto a los Coppola o Kubrick que allí campan, a pesar de que, dentro de
su clasicismo, su estructura, ritmo y montaje otorgan a esta obra maestra una
relevante modernidad.
Por último, señalaremos lo paradójico del detalle que supone
el recuerdo de este capítulo de la Segunda Guerra Mundial en estos tiempos del Brexit o como el azar ha hecho coincidir
en nuestra cartelera dos obras de sendos directores británicos, junto a la que
nos ocupa, la destacable Su mejor historia (Their finest, Lone Scherfig, 2016),
con una perspectiva aunque diferente, mucho más tangencial al suceso en
cuestión, si bien, nos presenta el momento histórico inmediatamente posterior
al episodio tratado por Nolan, la retirada de las fuerzas británicas, esta vez
por causa de fuerza mayor, de plaza europea, haciendo bueno el comentario de un
viejo que en una de las escenas finales, clarividente a pesar de su ceguera, le
espeta a nuestro soldado ya sano y salvo eso de “sobrevivir ya es un triunfo”.
Sobreviviremos viendo películas como esta.
Calificación: 4.
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