Esta película es,
esencialmente, una revisión actualizada de ‘Alien, el octavo pasajero’ (1979), un
clásico referente del cine de ciencia-ficción, que iba más allá de la simple
aventura de espectáculo extraterrestre, donde las aportaciones de reconocidos profesionales
como los diseños de H R Giger y J Giraud ‘Moebius’, o los bichos de Carlo
Rambaldi, entre otros, crearon una tan sugerente como malsana atmósfera para cubrir
las limitaciones visuales de su tiempo, sembrando una desconcertante oscuridad,
que conferían al filme algo de cine negro galáctico.
En la cinta que nos ocupa,
el productor y director Ridley Scott hace algo que ya hemos visto recientemente
en otra secuela-precuela de saga, en su contemporánea ‘The amazing Spider-Man’ (Marc
Webb, 2012), donde parece necesario ‘volver a empezar’ para recuperar. Por
cierto, algún sociólogo cultural debería tratar de analizar el porqué de esta
obstinación cinematográfica actual por la ‘marcha atrás’ en estas sagas
contemporáneas y de si hay algo ‘más allá’ del simple objetivo mercantilista de
ampliar la senda de beneficios de empresas previsiblemente caducas. Para esta ‘reconversión
industrial’, el guión de Jon Spaihts y Damon Lindelof, esgrime un argumento
arqueológico, junto al propiamente fantástico, en los momentos iniciales de la
cinta que sirven de prólogo a la posterior aventura. El discreto mac-guffin de unas señales desconocidas de
otro planeta que había motivado el viaje de la nave Nostromo en ‘Alien’ se sustituye ahora por una expedición de al
parecer mayor enjundia que dota la película de un aura existencialista, como si
el bueno de Scott hubiera sometido a su equipo a unos visionados de ‘El árbol de la vida’ –The tree of life (Terence
Malick, 2011)– antes de iniciar cada sesión de rodaje. Además, Prometheus no es
una cinta de trepidante espectáculo como en el resto de secuelas de la saga,
sino que hay una especie de comedimiento, de frialdad (no en vano los
exteriores del filme fueron rodados en Islandia), de freno o distancia, de
falta de tensión salvo en la recta final del filme, incapaz de emular las
conseguidas secuencias telúricas (VHS vs. HD, quizás) y las cotas de epidérmico horror
gótico conseguidas en la predecesora. De la asunción de si esa idea de dotar la
cinta de una trascendencia mayor y la delgada línea que separa la verdad o el
oportunismo reduccionista dependerá que la pelotita caiga a un lado u otro de
la red, de considerar este trabajo como algo más que el rotundo entretenimiento
obra de un experimentado artesano que revive una saga lista para dar futuros
réditos de taquilla o una obra de superior calado. Nosotros quizás estamos más
en lo primero.
Hablábamos de similitudes,
que son muchas, y volvemos a la consideración de si jugamos a un lado o a otro
de la línea aunque sobra aclarar que toda precuela que se precie ha de tener
conexiones apreciables con la/las películas a las que está introduciendo. Lo
veremos.
Así el guión, decíamos,
se apuntala en parecidas premisas a las de su predecesora; de inicio un sugerente
viaje interespacial y la llegada a un planeta desconocido seguramente poblado
de ocultas amenazas que, desde que el cine es aventura, vimos ya con el viaje
de ‘La diligencia’ –Stagecoach (John Ford, 1939)– por las praderas americanas infestadas
de indios. Y la llegada supone el despertar de la tripulación. En la
tripulación no hay un tipo tan cachondo como el médico borracho que componía el
gran Thomas Mitchell en el mentado western. Aquí son más serios; tan sólo algún
operario esquirol en busca del vil lucro, siguiendo un principio económico tan
actual.
Tenemos el celebrado androide,
encarnado por un solvente Michael Fassbender, esta vez una especie de C3PO de
carne y hueso, un apocado maniquí que, en vez de ‘soñar con ovejas eléctricas’,
no deja de estudiar cual alumno aplicado durante las primeras secuencias que
transcurren en la nave. Menos mal que vemos como manipula y cuida el plácido
sueño de la viajera tripulación para que no lo confundamos con aquel náufrago
aburrido a la manera que el astronauta solitario de ‘Naves misteriosas’ –Silent
running (Douglas Trumbull, 1972)–. Simpático el detalle de querer parecerse al
Peter O’Toole de ‘Lawrence de Arabia’, que no al Glenn Ford de Gilda, como
curiosa nota homo y metanarrativa del poder del cine como sugerencia y estilo
de vida para las viejas generaciones, algo hoy ya muy difuminado por el
continuo ametrallamiento globalizador al que se nos somete hoy en día. Y nos
volvemos a encontrar con los viejos debates existenciales de este tipo de
ingenios humanos ya visto en, esa sí, absoluta obra maestra, la posterior 'Blade
Runner' (1982), del director inglés. Así no es vano el detalle de guión por el que
el finado es una creación de la misma Corporación
Weyland de aquella. Y de paso, se atribuye el papel de malo-bueno o el
bueno-malo de la tripulación, como aquella del Nostromo, según se mire. Y ese
maldito rictus benevolente de su rostro, que afortunadamente se torna en
preocupación ya en las últimas y funestas secuencias para la expedición.
Tenemos también tripulante
y sagaz fémina capaz de emular a la trepidante suboficial Ripley-Weaver, buen
trabajo de Noomi Rapace, aunque da la impresión, como toda la película, de
seguir una línea ya vista.
Y otro ‘parto galáctico’,
nunca mejor dicho, como uno de los platos fuertes de la función. Como detalle
para la posteridad cultural y científica quedará esa máquina/gadget quirúrgico
que los espectadores verán. Tenemos otro malo, el jefe de la expedición, siempre
cobardica, encarnado en una tan fría como sugerente Charlize Theron, valedora
de los principios de la Corporación. Y una tripulación con el bueno de color y
otros mercenarios descreídos como ya vimos. Y las puñeteras lucecitas rojas que
se adentran por desconocidos vericuetos, eso sí, actualizadas con los últimos
alardes infográficos.
Calificación: 2.