sábado, 26 de agosto de 2017

Verónica (Paco Plaza, 2017)




Paco Plaza es uno de los pesos pesados del fantaterror español contemporáneo, no sólo por haber dirigido, al alimón con Jaume Balagueró, los dos primeros títulos, REC (2007) y REC2 (2009), y en solitario el tercero, REC3 (2012), de la exitosa saga, sino por arrastrar una carrera con otros 2 títulos reseñables –El Segundo nombre (2002) y Romasanta (2004)-, además de su interesante aportación al ciclo Películas para no dormir (TV), Cuento de Navidad (2005). Aun centrando sus intereses en el cultivo de tan insigne género, además de otros títulos alimenticios, sus películas superan el marco de tal cine y son muy destacables, en la apertura de REC 3, sus secuencias sobre una boda típica made in Spain, ese espectáculo tan “terrorífico” como hilarante, superando aportaciones supuestamente de mayor enjundia como es esa reciente Abracadabra de Pablo Berger.

No voy a ocultar mi connivencia, evidente, a la vez que mi condición de rendido y expectante espectador de un título más, el octavo de la filmografía de este director valenciano. Tratar de sacar adelante un proyecto de cine de género que tenga unos ciertos visos industriales en el panorama del cine español actual, monopolizado (y reducido) por los dos canales privados –A3 Media y Telecinco Cinema- que fagocitan el sector, reduciendo a un papel meramente testimonial otros medios (RTVE o Canal+) y condenan al ostracismo la mayor parte de la producción alternativa, me parece un esfuerzo mayor y su salida a la pantalla un acontecimiento digno de celebración.  Y responde a mis expectativas esta película, en apariencia pequeña, con protagonista femenina adolescente, Verónica, que acude a diario a su  colegio de monjas, hija ejemplar al cuidado de sus hermanos pequeños porque huérfana de padre, la familia sale a flote gracias al esfuerzo a tiempo completo de la madre, interpretada por Ana Torrent, que regenta un bar en Vallecas.

La película se centra en el personaje que da título al filme; también nosotros crecimos en una España desarrollista, de comidas en taper, donde la ausencia de padres, currantes, implicaba interminables  tardes con hermanos mayores y pequeños. Este elemento nostálgico y cotidiano se rellena en este caso con el necesario elemento fantástico, mitigador del aburrido escenario descrito, el recurso a la Ouija, para invocar no a etéreos personajes salidos de una peli ochentera americana como las que contaminaron la adolescencia de nuestro Paco, sino que aquí los invocados son un chico de la otra clase muerto en accidente de moto, posible aspirante a novio platónico, o el propio padre de Verónica, ausente de la vida familiar y posible bálsamo a la soledad de la hija en tan cruda adolescencia. Las consecuencias de tan siniestro experimento invocatorio, al parecer inspirado en un suceso real acontecido en Madrid en 1991 y documentado por testigos policiales, armarán el resto de la trama.

Abundan en la película las secuencias de clima gótico donde una lúgubre y siniestra antigua mansión ha sido sustituida por un piso familiar cualquiera de clase media, un protagonista más, con sus largos pasillos, sus habitaciones, baño y cocina, sus recovecos y armarios. Estamos ante un escenario parecido al del edificio de REC, aunque aquí con otra dimensión más costumbrista. Todo ello al compás de una banda sonora sintetizada que nos traslada al cine de los 80 y 90. Sus imponentes muros de ladrillo, sus ventanas al piso de enfrente, su vertiginoso patio interior, cementerio de objetos y prendas varias,  su portal, las escaleras, la entrometida vecina que se queja de los consabidos ruidos, componen un escenario conocido y habitual para cualquiera de nosotros, niño-adolescente-joven, de aquella época. Un paisaje tan esencial como a veces temible, que asistió nuestros momentos de tardes apagadas en soledad, de deberes, de amigos que no llaman, de ausencias, que llenamos con esa colección de fascículos del kiosko o con la música de nuestro casete. Aquí entra en juego otro protagonista omnipresente e imprescindible, aportación absolutamente esencial, óptima y reivindicable, que es la música de Los héroes del Silencio (el director ya rodó en 2010 un mediometraje documental sobre Enrique Bunbury, líder de aquel grupo) que puntea y traza el recorrido de la película de tal forma que la letra, nada accesible de sus canciones, coincide plenamente con el estado de ánimo de la protagonista, fan del grupo. En otra escena, en la que los niños se pertrechan en el salón de la casa para mejor sobrellevar el acoso de un temible espíritu, la televisión encendida enseña unos pasajes de la clásica ¿Quién puede matar a un niño? (1976) de Chicho Ibáñez Serrador, lo que destila tanto cálido homenaje como carga simbólica.

El metraje se estructura en flashback que narra los acontecimientos que han motivado los luctuosos sucesos que se apuntan en la secuencia inicial cuando en una oscura noche lluviosa la policía es avisada para que acuda a una dirección mientras somos testigo de la voz de socorro al otro lado de la línea. Este vertiginoso inicio, que pone ya toda la carne en el asador, se ve en cambio pronto aminorado en la primera parte de la película por una narración más teen y costumbrista pero con una briosa puesta en escena que hace que la función no decaiga en ningún momento  in crescendo hasta el clímax final. Las escenas caseras  se alternan con alguna escena de más fuste como es ese plano aéreo de niños y monjas en la azotea del cole contemplando el eclipse solar. O la en apariencia anticlimática escena del paseo matutino hacia el cole aderezada con los compases del himno “Maldito duende” de los rockeros zaragozanos, se convierte en una luminosa secuencia que vislumbra el clima de soterrada rebeldía que encierra la protagonista y que dinamitará la trama. Y también, ya desde el primer momento, una debutante pero grande  Sandra Escacena, se echa la película a los hombros, como hizo Leticia Dolera, heroína del azote zombi en la segunda parte de Rec3, y nos enamora aun en su tribulación y mocedad. Todo ello denota un concienzudo trabajo en la dirección de actores, como con el resto de la prole infantil que protagoniza la cinta.

La película no carece de elementos cómicos, véase el cameo de Maru Valdivieso, otrora musa puntual de Plaza con ocasión del mencionado episodio Cuento de Navidad, o la aparición de la previsible vecina de abajo, o esa sesión familiar de Ouija al son del limpiador Centella  -“anunciado en tv”-, que los adolescentes de hoy en día no sabrán apreciar pero que los adultos celebrarán, detalle en apariencia banal pero que deja muy a las claras las pretensiones del tándem guionista, Fernando Navarro y el propio Plaza, y que salpimentan la función y contrapesan el clima de suspense de la cinta. Otra musa del director de Romasanta, Leticia Dolera, interpreta a la monja profesora de Ciencias naturales en la típica escena de ambiente escolar.

Da la impresión que el componente terrorífico de la trama, aun siendo importante como denominador común del filme, es a veces una excusa para plantear, en paralelo, el verdadero dilema de la adolescencia, de la soledad del individuo en ese trance, de las preguntas no resueltas que comienzan a esbozarse ante la inminencia de mundo adulto y que nos acompañarán el resto de nuestra existencia.

El desenlace del filme, inspirado en el comentado suceso, no da pie al manido happy-end, sin traicionar el enfoque realista, como de crónica de sucesos, que posee en muchos momentos la película, poniendo en evidencia los diferentes niveles (costumbrista-fantástico-juvenil-realista) que posee la película, aun en apariencia pequeña,  encierra cierta complejidad y un dominio de los recursos narrativos que deviene en un resultado muy gozoso para los espíritus ávidos de buen cine de género como es esta notable Verónica de Paco Plaza.




Calificación: 3.

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