Tercera película del director-actor y coguionista en esta
ocasión, John Krasinski, sleeper
familiar, ya que la pareja del susodicho, Emily Blunt, lo es también en la vida
real; serie B musculosa, ejemplarmente filmada en poco más de los 90 minutos
canónicos, distopía que ahorra detalles al máximo para colocarnos en un mundo a
merced de unos seres ¿alienígenas? que te quitan del medio al menor ruido.
La trama se beneficia de la ausencia de planteamiento alguno
y nos arroja de lleno a un escenario terminal tan habitual en estos tiempos de
ficciones televisivas extremas donde zombis y diversa ralea campa a sus anchas
sin mediar más información al respecto. Esta economía narrativa no es ajena al
bueno de Krasinski que ya se fogueó dirigiendo capítulos de una serie para TV
(The office), además de una opera prima
basada en textos del gran escritor David Foster Wallace (Brief Interviews with
Hideous Men, 2009) y una tan simpática como anodina comedia indie, The Hollars (2016).
La secuencia de apertura, que transcurre en un supermercado
abandonado, escenario ideal para el abastecimiento urgente tan caro a este tipo
de filmes, resulta modélica en el planteamiento de las coordenadas que van a marcar
el resto de la cinta, la ausencia de información, tenemos una extraña sensación
de haber llegado tarde a la fiesta, y, sobre todo, el uso del sonido, más bien,
su ausencia como un elemento imprescindible de la puesta en escena, hasta el
punto de erigirse en auténtico protagonista de la cinta, elemento motor
del suspense del filme que escora más
hacia un thriller trepidante que no concede descanso alguno más que hacia el
terror puro. Escena donde se nos van presentando con cuentagotas, de una forma
ambigua, pues no sabemos si lo que corretea por los pasillos del super es la
última alimaña zombi o el psychokiller
de turno, a la familia protagonista. Y la prohibición del ruido va a ser
importante como se nos evidencia, ahora sí, al final de este bloque inicial en
el puente que separa la ciudad solitaria del camino que conduce al refugio
familiar, donde la aparición de un sonido insospechado tendrá consecuencias
funestas para el grupo. La presencia de la niña que interpreta Millicent
Simmonds, que da vida a una sorda, al igual que en la portentosa Wonderstruck
(Todd Haynes, 2017), incorpora a esa sordera un rol amplificador en el devenir
de la trama.
Le siguen unas secuencias típicas de la vida familiar, eso
sí, nada normal, aunque juega a serlo pero que está claramente costreñida por
las limitaciones y sacrificios que tienen que adoptar. Así, el virtual
laboratorio donde el cabeza de familia investiga y busca auxilio a través de
las ondas, es ejemplo de esa economía de causas y efectos, donde apenas unos
recortes de prensa pegados en un tablón
nos ofrecen una expectativa mínima de lo ocurrido.
Resulta llamativo el contrapunto que el paisaje nítidamente
destacado por una fotografía lúcida y natural establece con el escenario nada
halagüeño que se abate sobre los protagonistas. Especialmente simbólico es el
embarazo de la protagonista para remarcar un deseo de perpetuidad a pesar de la
adversidad; este elemento con el paso de los minutos revelará situaciones
sospechadas que elevarán el nivel de suspense a cotas inusitadas. La decoración
con luces de colores que marcan las zonas de paso durante la noche son otro
elemento de contraste ante el indómito peligro que les acecha. Existen detalles
de puesta en escena, esas luces rojas para avisar del peligro, esos ruidosos
cohetes preparados para despistar, los caminos llenos de arena para amortiguar
el ruido que pautan el paisaje, o esa camioneta que se desliza calculadamente hasta
la entrada de la casa para alejar a los niños del granero, esa previsión de
medios para combatir el peligro, detalles de guion engarzados en la puesta en
escena como un perfecto mecanismo.
La presencia casi en off de esos seres primigenios que
asolarán cualquier atisbo de vida humana que delate sonidos, muy bien
administrada hasta las secuencias finales, es todo un acierto de manual de
serie B aventajada. Sólo en la secuencia final donde la familia diezmada
descubre su piedra filosofal, insospechadamente cercana, hay una concesión al actioner que parece va a desarrollarse
en el siguiente episodio, aunque también queda sugerido, como ese grito
enérgico y agónico en el silencio que ha amordazado un filme notable,
trepidante, vivo.
Una nota metanarrativa se desliza en una de las secuencias
finales cuando la madre es testigo a través de las pantallas del improvisado laboratorio
de una retransmisión tan funesta como salvadora de lo que acontece en el
exterior.
El resultado es una sorprendente, por los escasos antecedentes señalados al
comienzo, película de género que pasa inmediatamente a ser un referente en los
anales del mismo, así como también de lo más recomendable de la cosecha del año
en curso.