jueves, 27 de septiembre de 2018

Un lugar tranquilo / A quiet place (John Krasinski, 2018)




Tercera película del director-actor y coguionista en esta ocasión, John Krasinski, sleeper familiar, ya que la pareja del susodicho, Emily Blunt, lo es también en la vida real; serie B musculosa, ejemplarmente filmada en poco más de los 90 minutos canónicos, distopía que ahorra detalles al máximo para colocarnos en un mundo a merced de unos seres ¿alienígenas? que te quitan del medio al menor ruido.

La trama se beneficia de la ausencia de planteamiento alguno y nos arroja de lleno a un escenario terminal tan habitual en estos tiempos de ficciones televisivas extremas donde zombis y diversa ralea campa a sus anchas sin mediar más información al respecto. Esta economía narrativa no es ajena al bueno de Krasinski que ya se fogueó dirigiendo capítulos de una serie para TV (The office), además de una opera prima basada en textos del gran escritor David Foster Wallace (Brief Interviews with Hideous Men, 2009) y una tan simpática como anodina comedia indie, The Hollars (2016).
La secuencia de apertura, que transcurre en un supermercado abandonado, escenario ideal para el abastecimiento urgente tan caro a este tipo de filmes, resulta modélica en el planteamiento de las coordenadas que van a marcar el resto de la cinta, la ausencia de información, tenemos una extraña sensación de haber llegado tarde a la fiesta, y, sobre todo, el uso del sonido, más bien, su ausencia como un elemento imprescindible de la puesta en escena, hasta el punto de erigirse en auténtico protagonista de la cinta, elemento motor del  suspense del filme que escora más hacia un thriller trepidante que no concede descanso alguno más que hacia el terror puro. Escena donde se nos van presentando con cuentagotas, de una forma ambigua, pues no sabemos si lo que corretea por los pasillos del super es la última alimaña zombi o el psychokiller de turno, a la familia protagonista. Y la prohibición del ruido va a ser importante como se nos evidencia, ahora sí, al final de este bloque inicial en el puente que separa la ciudad solitaria del camino que conduce al refugio familiar, donde la aparición de un sonido insospechado tendrá consecuencias funestas para el grupo. La presencia de la niña que interpreta Millicent Simmonds, que da vida a una sorda, al igual que en la portentosa Wonderstruck (Todd Haynes, 2017), incorpora a esa sordera un rol amplificador en el devenir de la trama.

Le siguen unas secuencias típicas de la vida familiar, eso sí, nada normal, aunque juega a serlo pero que está claramente costreñida por las limitaciones y sacrificios que tienen que adoptar. Así, el virtual laboratorio donde el cabeza de familia investiga y busca auxilio a través de las ondas, es ejemplo de esa economía de causas y efectos, donde apenas unos recortes de prensa  pegados en un tablón nos ofrecen una expectativa mínima de lo ocurrido.

Resulta llamativo el contrapunto que el paisaje nítidamente destacado por una fotografía lúcida y natural establece con el escenario nada halagüeño que se abate sobre los protagonistas. Especialmente simbólico es el embarazo de la protagonista para remarcar un deseo de perpetuidad a pesar de la adversidad; este elemento con el paso de los minutos revelará situaciones sospechadas que elevarán el nivel de suspense a cotas inusitadas. La decoración con luces de colores que marcan las zonas de paso durante la noche son otro elemento de contraste ante el indómito peligro que les acecha. Existen detalles de puesta en escena, esas luces rojas para avisar del peligro, esos ruidosos cohetes preparados para despistar, los caminos llenos de arena para amortiguar el ruido que pautan el paisaje, o esa camioneta que se desliza calculadamente hasta la entrada de la casa para alejar a los niños del granero, esa previsión de medios para combatir el peligro, detalles de guion engarzados en la puesta en escena como un perfecto mecanismo.

La presencia casi en off de esos seres primigenios que asolarán cualquier atisbo de vida humana que delate sonidos, muy bien administrada hasta las secuencias finales, es todo un acierto de manual de serie B aventajada. Sólo en la secuencia final donde la familia diezmada descubre su piedra filosofal, insospechadamente cercana, hay una concesión al actioner que parece va a desarrollarse en el siguiente episodio, aunque también queda sugerido, como ese grito enérgico y agónico en el silencio que ha amordazado un filme notable, trepidante, vivo.

Una nota metanarrativa se desliza en una de las secuencias finales cuando la madre es testigo a través de las pantallas del improvisado laboratorio de una retransmisión tan funesta como salvadora de lo que acontece en el exterior.

El resultado es una sorprendente,  por los escasos antecedentes señalados al comienzo, película de género que pasa inmediatamente a ser un referente en los anales del mismo, así como también de lo más recomendable de la cosecha del año en curso.


Calificación: 3. 

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