miércoles, 29 de febrero de 2012

El castillo en el cielo (H. Miyazaki, 1986)



Hayao Miyazaki (Tokio-Japón, 1941) escribió y dirigió en 1986 su tercera película, ‘El castillo en el cielo’ (Tenkū no shiro Rapyuta), segunda que produjo en su propio estudio de animación, Studio Ghibli, fundado en 1985, a raíz del éxito de su anterior filme ‘Nausicaä del Valle del Viento’ (Kaze no tani no Naushika, 1984).

Confieso que viendo esta película casi he completado mi visionado de la genial filmografía de este sinpar dibujante, creador y cineasta japonés; por desgracia, tan sólo me resta ver su debut para la serie de Arsène Lupin, ‘El Castillo de Cagliostro’ (Rupan sansei: Kariosutoro no shiro, 1979). He disfrutado de la obra de Miyazaki sin ningún orden ni concierto y, tras recoger las notas de producción y biográficas apuntadas anteriormente para este comentario, me sorprende confrontar las notables sensaciones que me han dejado el disfrute de esta película con aquellas. Que, pese a encontrarse en los albores de sus carrera, la obra presenta una madurez y un nivel técnico muy notables si los comparamos con la sobresaliente valoración global que merecen los 10 títulos que componen la obra cinematográfica de Miyazaki.

La película es una aventura trepidante ya desde los primerísimos planos, con el ataque pirata a un zeppelin donde viaja secuestrada la protagonista femenina, Sheeta, una adolescente, al parecer, descendiente de un pueblo extinto que antaño vivió en el legendario reino de Laputa. El filme, como digo y reitero, es un formidable relato de aventuras, que, también desde el mismo comienzo, se combina con esos momentos mágicos, de tranquilidad y plenitud romántica y paisajística al que el cine de Miyazaki nos tiene acostumbrados. La joven princesa perseguida traba contacto con el protagonista masculino, un joven e intrépido minero, hijo de un malogrado explorador aéreo, Pazu, que se desvive por protegerla y juntos se embarcarán en tan atractivas como peligrosas peripecias, ya que serán perseguidos por los piratas y el ejército conchabado con un extraño y avaricioso personaje con objetivos siniestros.

Se suceden las persecuciones aéreas y por tierra, en un laberinto de montañas con la  intrincada naturaleza al servicio de la historia, como ya se había reflejado en Naussica. Hacia la mitad del metraje, presos por los piratas, al mando de una grotesca vieja, que ostenta los caracteres del típico personaje femenino, orondo y multiforme, que desarrolla Miyazaki en sus películas encarnando, bien una bruja o una maga, capaz del bien y del mal, la pareja protagonista convivirá con sus captores, perseguidos por el ejército, en una suerte de periplo a la manera de La isla del tesoro de R. L . Stevenson, en una odisea en busca de algo indeterminado, un reino mítico perdido; al parecer el guión está inspirado también en un fragmento de Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift. Este tramo medio de la peli, a caballo entra la primera mitad, de planteamiento de la trama, desbordante de aventuras, y la parte final, de avistamiento del reino que permanecía desconocido y desenlace, es absolutamente entrañable y magnífico. Aquí Miyazaki nos da aire, nunca mejor dicho, porque discurre en las alturas, y se permite explotar las cualidades poéticas de su cine, en el desarrollo de personajes, la comunión entre la pareja protagonista, las intenciones de la jefa pirata, y, sobre todo, punteado con detalles cómicos, a cargo de los torpes piratas, que ya se habían apuntado equilibrando las primeras secuencias de persecución en la primera parte de la película.

El descubrimiento del reino perdido de Laputa, una especie de nave o mundo abandonado, que conserva los logros de una sabia civilización extinta, desenmascara villanos y permite el desenlace del filme. Aquí quiero mencionar dos referencias fílmicas, quizás fruto de mi imaginación cinéfila: 1) la similitud entre esa antigua civilización perdida y la del film estadounidense Planeta prohibido (Forbidden planet, Fred M. Wilcox, 1956), y, 2) la de los robots ‘ecologistas’ cuidadores de plantas del film paisano ‘Naves misteriosas’ (Silen running, Douglas Trumbull, 1971), películas que, apostaría, el bueno de Hayao vio en su niñez y juventud, y que le inspiraron para componer esos curiosos robots autómatas que, a modo de jardineros, cuidan y conservan el bosque a través de los tiempos, descubren en esa misteriosa y legendaria nave, una muestra más de ese cine ecológico que subraya la importancia de la naturaleza que imbrica el cine del genio japonés.

Magnífico film aventurero a la par que mágico, como en Nausicaä, pero que tan bien administra el detalle humano y cómico, como haría luego en ‘Nikki, aprendiz de bruja’ (Majo no takkyūbin, 1989), sobre esa adolescente brujita voladora, y, sobre todo, en Porco Rosso (Kurenai no buta, 1992), sobre ese singular y audaz aviador porcino, todas ellas con el común denominador de ese cine aéreo y bello del dibujante japonés.


Calificación: 4 (sobre 5).

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