domingo, 28 de agosto de 2022

Quo Vadis, Aida? (Jasmila Zbanic, 2020)

 

 
Sexto largometraje de la directora bosnia Jasmila Zbanic, el cuarto de su filmografía dedicado al conflicto balcánico de finales del siglo pasado, por lo que el tema no le es baladí.

Digamos, de entrada, que el filme, una coproducción de un nutrido grupo de países europeos, es el absoluto ganador de los últimos premios 2021 otorgados por la Academia de Cine Europeo, retrasos pandémicos mediante, ya que fue rodado en 2020, en sus categorías de mejor película, directora y actriz protagonista. Y, desde nuestra modesta (y, lógicamente, limitada) butaca, nos parece justa y relevante. La concesión de este premio supone un espaldarazo mediático a una cinta que probablemente habría pasado con más pena que gloria por la mermada taquilla postpandemia; sólo unos pocos meses después, la comunidad internacional asiste atónita a la invasión rusa de Ucrania, y no muchos meses antes, el 11 de septiembre (les suena) de 2021, se produce el desalojo de Afganistán de las tropas estadounidenses, después de dos décadas de ocupación, y, entre otras significativas consecuencias para la población ante el retorno talibán, las caóticas escenas de indefensión por parte del personal autóctono y sus familias, que habían colaborado estrechamente en diferentes tareas (p.e. traductores, como es el caso) con el ejército saliente.

La trama describe, durante buen parte de su metraje, los prolegómenos de la matanza perpetrada por el ejército serbio de la población bosnia de Srebrenica en el verano del 95, en pleno conflicto balcánico, si bien el filme pone el acento en la insuficiencia de la indolente misión de los cascos azules de la OTAN y, por ende, de la comunidad internacional, en su defensa de la población civil. Con este telón de fondo, el filme se centra en la figura de Aida, a quien da vida la soberbia actriz (serbia) Jasna Djuricic, una traductora bosnia al servicio de las Naciones Unidas, que lucha denodadamente por salvar a su familia del previsible destino fatal. Y, en esta estructura, centrada en los antecedentes más que en el resultado final, se hermana con el coetáneo y también imprescindible filme ruso Queridos camaradas, de Andrei Konchalovsky, sobre la matanza perpetrada por el ejército soviético, años 60, régimen estalinista, de los huelguistas en una fábrica.

La puesta en escena de la directora bosnia es sobria, neutral, como un frio bisturí que horada la herida, sin la menor concesión al momento lacrimógeno dentro del drama, como un viento helado que nos destempla, fotografiada en tonalidades frías a pesar del imperante estío balcánico. El hedor propio en una nave donde se hacinan los refugiados se salda con una leve mueca en el rostro del actor de turno. El acento de las escenas recae en el peso de los hechos narrados, en la tremenda injusticia a la que asistimos y el inexorable destino al que se aboca a la población civil, en la imposibilidad de giros dramáticos que tuerzan la asesina resolución del ejército invasor o que renueven o fortalezcan el papel protector de los cascos azules. Salvo error por mi parte, no vemos un solo balazo hendir la carne; tan sólo lo atisbamos en fuera de campo tras alguna esquina de esa ciudad sitiada, o en esa penúltima escena donde los últimos hombres son vilmente ejecutados en lo que vendría ser un antiguo cine, donde la pantalla está tapada por una gran sábana a modo de (simbólico) antifaz, o con sonido diegético que hace huir al grupo de niños que juegan fuera de las instalaciones.

Destaca también la total ausencia de banda sonora para ambientar el grueso del metraje, que aparece solamente ya en las secuencias finales post-conficto, donde la protagonista retorna a su, ahora vacío, escenario otrora familiar; estas secuencias no son un mero apéndice, dado que nos muestran las consecuencias de la guerra, como Aida, ahora profesora, debe aprender a lidiar con las secuelas del mismo; y no es una suerte de (salvando las distancias) “Maixabel” buenrrollista, promovido por el sistema, sino una batalla personal, desde la soledad del (desgarrador) conocimiento de los hechos -que un cámara se ha encargado de grabar en varias secuencias de la película para blanquear (y falsear) de cara a la opinión pública- y de la vida que le espera. Probablemente ese salón de actos donde tiene lugar una aséptica, y, en principio, feliz, representación escolar infantil, en la secuencia final de la película, fuera el funesto escenario de otra escena que hemos contemplado no ha muchos minutos. Donde las miradas de Aida y algún que otro espectador se detienen.

Imperdible, necesaria.   

Calificación: 4.   


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