lunes, 7 de mayo de 2012

Vacaciones en Roma (W. Wyler, 1953)



William Wyler (Mulhouse, Alemania, 1902 - Los Ángeles, 1981), afincado y nacionalizado en Estados Unidos, fue un director todo terreno que cultivó toda suerte de géneros, desde el drama, el policiaco, el western, etc.
Esta comedia romántica, un guión coescrito por Dalton Trumbo que obtuvo el Oscar, es la crónica, que a veces adopta el tono de un documental, de la visita a Roma de una joven heredera al trono de una monarquía europea. La princesa Anna, a quien da vida una actriz también nacida en el viejo continente, Audrey Hepburn, que debutaba con este papel en Hollywood y por el que obtuvo un Oscar que le catapultó a la fama, harta de las rigideces del protocolo y de las privaciones que le impone su rancio abolengo y, ávida de curiosidad, escapa de incógnito de palacio y vive, flor de un día, las mieles de la libertad. Estas peripecias se centran sobre todo en el contraste entre la feliz inocencia de la protagonista y la falta de escrúpulos de un periodista norteamericano, Joe Bradley (Gregory Peck), que, descubierta la identidad de la joven, busca una lucrativa exclusiva que le permita volver a su país.

El humor de Wyler, más blanco, menos caustico que el de su compatriota y colega Billy Wilder, acompaña, va haciendo guiños  al transcurso del relato, que se disfruta como  una sinfonía, como ese descubrimiento de los pequeños placeres , vedados para la joven protagonista, que conlleva la vida diaria, de la sana libertad: deambular sin destino por las calles de una Roma efervescente, degustar un gelati en la escalinata de la Piazza de España, cortarse el pelo atendido por un peculiar peluquero italiano, tomarse un café en una terraza, sumergirse entre el vertiginoso tráfico rodado de la ciudad en su vehículo fetiche -la vespa-, y culminar la passegiata al atardecer acudiendo al baile nocturno junto al Castelo de Santo Angelo.

La fotografía en blanco y negro contribuye a dotar de un fondo realista a esas secuencias del paisaje urbano romano, de sus rincones, sus cafés, sus patios, que parecen sacados de un filme neorrealista italiano. No en vano, la película fue rodada además de en los conocidos exteriores romanos, en Cinecitta.
La película se nutre de esa química fácil y a la vez mágica que se establece inmediatamente del tándem Peck-Hepburn. Y tiene una densidad desbordante, no puede ser más bonita ni tan triste a la vez.

Hay en la película un muy afortunado paralelismo, un descubrimiento mutuo, que culmina en esa secuencia final cuando Joe Bradley se resiste a abandonar la sala del fastuoso palacio donde ha tenido lugar la conferencia de prensa de despedida de la princesa Anna. Aquel se queda hasta el final, permanece alelado, cuando el resto de sus colegas ya ha abandonado el recinto; la inmensidad de la sala que recorre hacia la salida parece acrecentar su sentimiento de pequeñez y de incredulidad hacia las horas y momentos que acaba de vivir. Es la otra cara de la moneda, pues si para la princesa ha supuesto un descubrimiento de la ansiada libertad y de placeres previstos desde su enclaustramiento, en cambio para el curtido y descreído periodista, que se retira triste pero jubiloso por el fugaz amor conocido, supone un soplo de aire fresco, como de algo que creía extinguido. Pues, en cierto modo, Joe también ha redescubierto esos pequeños placeres ocultos tras el mundanal ruido bajo los ansiosos ojos de Anna. De forma que el renacimiento ha sido mutuo, no sólo por la incursión del inesperado amor, sino por el redescubrimiento de cosas que estaban ahí, vedadas para la una, y ocultos, olvidados, para el otro.
La contemplación de esta obra maestra del cine clásico americano de los años 50 es una delicia para el espíritu y compensa con creces el anacronismo que, visto ahora, nos pueda parecer la existencia tan peculiar de esas férreas monarquías europeas, cuya supuesta claustrofóbica cerrazón está en el origen que desata la trama. No pasarán muchos años para que, en una vuelta de tortilla, una actriz de Hollywood, Grace Kelly, se convierta en ilustre consorte de un monarca monegasco o ya en los últimas décadas del siglo pasado sus miembros, el de muchas otras monarquías europeas, se confundan con otros estamentos sociales y sus correrías sean aireadas por la prensa del corazón y amarillista.


Calificación: 5.

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